“El diálogo emocional: instrumento y condición para el  conocimiento y la transformación de la realidad”.

Directora de la Escuela Gestalt Viva Chile
Maria Grazia Cecchini

Algunos versos de Alda Merini (poetisa italiana):

“La hora más solar para mí
aquella que más me toma el cuerpo
aquella que más me toma la mente
aquella que más me perdona
es cuando tú me hablas”

En estos cinco versos hay un recorrido que solo un lenguaje poético, o  mejor dicho, solo imágenes poéticas pueden transmitir con tal intensidad. Es como si la palabra esperada (cuando tú me hablas) desde el primer momento abriese un espacio de acogida como un sol que ilumina en la oscuridad (la hora más solar para mí), luego crea la posibilidad de sentir, el cuerpo mismo se abre a las sensaciones (aquella que más me toma el cuerpo) y, en este punto, la mente también puede abrirse (aquella que más me toma la mente) y hacerse atenta a la escucha. Cuando cuerpo y mente son capturados en la escucha, las palabras entran y el diálogo entre dos se vuelve también diálogo con uno mismo. La palabra recibida navega en la propia emoción y así es posible dar un significado distinto a la propia experiencia en una reconciliación que está sencillamente en el conocerse, en reencontrar el hilo, el origen y el sentido de la propia experiencia. En el verso “aquella que más me perdona”, Alda Merini parece abarcar todo el sentido de un coloquio o, podríamos imaginar, el de un conflicto o sufrimiento: perdonarse. 

Trasluce no sólo la alegría de sentirse vistos y considerados por el otro, sino también la paz de poder acogerse a sí mismos, com-prenderse. 

La poesía permite la inmediatez de la percepción de las vivencias que fluyen porque nos abre a una escucha de emociones y nos hace emocionalmente disponibles. 

En la cotidianeidad de nuestro lenguaje el recorrido es bastante más largo y difícil. La disposición al diálogo de las emociones presupone ir al encuentro en la confianza de recibir y no ser destruidos por el encuentro mismo. Presupone descubrir partes tiernas y monstruosas de sí que estamos acostumbrados a defender y ocultar en el deseo de que el otro nos permita existir en su espacio. En la ilusión, o tal vez sea mejor decir en el equívoco paradójico, de que podamos preservar nuestra propia identidad en una relación fusional que excluya el mal y petrifique el tiempo. Pero el coste para el tiempo petrificado es la anulación de cualquier sentido de existencia, que es la experiencia de ser en la vida del día a día, en las relaciones, en el tiempo.

Si buscamos el sentido de la existencia en un otro omnipotente, cada palabra dicha será solo una petición dependiente que apuntará a involucrar al otro en un objetivo imposible: quedar paralizados en una mirada ininterrumpida que nos repita constantemente “tú existes”.  Pero el equívoco es que dicha relación y el tipo de coloquio consiguiente aspiran a conquistar la certeza de ser necesarios, indispensables, buscando satisfacer la necesidad de sentirse vivos. El sentido de estar vivos, confundido con el de ser reconocidos narcisísticamente por el otro, continuará entonces siendo precario dada la naturaleza inmanente de cualquier relación de transformarse, evolucionar y adaptarse al tiempo que transcurre. 

Podríamos decir que el Yo se ha con-fundido y perdido en el Tú. 

El sufrimiento de no ser acogidos (mas fuerte de lo de ser comprendidos) se convierte en un silencio interior, un desierto de soledad y, en consecuencia, silencio y distancia en la relación. Como moscas ciegas continuaremos golpeándonos contra los vidrios en busca del aire y la luz allí donde un grueso vidrio separa a las personas, cada una en su lugar y en el dolor de no alcanzarse.

En la posición defensiva de la orgullosa repetición, o del orgulloso silencio, el otro se convierte en el enemigo, el monstruo que impide la felicidad. El único diálogo es el de un Yo pretencioso, convencido de hablarle al otro, pero que en realidad continúa relatándose a sí mismo la misma historia, en un monólogo que expresa toda la profunda locura de creer que el único mundo sea ese percibido por él mismo. Se consuela este Yo en la convicción de que el mal tenga un origen claro y reconocible, fuera de sí, por lo tanto controlable, y que los eventos tengan un solo significado. 

Aunque podamos imaginar la historia del otro, sin embargo, la propia carencia seguiría ocupando todo el espacio y el único deseo sería no sentir los límites de la vida misma. Parece que el único objetivo de la propia existencia fuese alcanzar un tiempo en que desaparecerá totalmente y mágicamente el dolor de la carencia. 

Y mientras crece el desierto interior junto a la pesadilla infantil de haberse perdido sin que el otro se haya dado ni cuenta o sufra. 

El último recurso es construir objetos maravillosos para poder ofrecerlos y así no ser olvidados, con la esperanza de que estos objetos sean más presentables (dignos) que nosotros mismos. Pero aunque nuestro objeto sea apreciado, más o menos conscientemente sabemos que lo que el otro ama es el objeto que hemos creado y éste, sí es sustituible. Mi vacío de existencia no podrá sostener por mucho tiempo, al menos no sin daño, el engaño al que lo someto. La ilusión de la objetivación del amor y la petrificación del vínculo solo puede mantenerse solamente a riesgo de muerte o enfermedad. 

En términos gestálticos, la petrificación del tiempo relacional correspondiente a la petrificación de la experiencia personal de existir, es una parálisis de la autorregulación organísmica, el patrimonio natural del organismo por el cual el individuo responde, negocia y se reconoce en y con el ambiente en un proceso recíproco de transformación. En la óptica holística el organismo posee en sí (y lamentablemente pierde gran parte de esta naturalidad con la sucesión de eventos dolorosos de su historia) la capacidad creativa de utilizar estímulos internos y externos para crear nuevas estructuras y nuevas síntesis. 

Reestablecer el diálogo emocional consigo mismo y con el otro significa restaurar la circularidad vital de la autorregulación organísmica, mientras que la ausencia del diálogo emocional es ocultarse a uno mismo y al otro, impidiendo el poder mostrarse y, por tanto, conocerse, imposibilitando poner en acción el proprio deseo y la propia necesidad en el aquí y ahora concreto, imposibilitando gestionar las propias acciones con una intencionalidad consciente. Y es además un no conocimiento del otro, del significado de sus formas de ser, un no acogimiento de las diferencias. 

La percepción de las diferencias es el vehículo de la consciencia. La consciencia se revela a sí misma justamente a través de la percepción de las diferencias entre los fenómenos. Y es en el reconocerse y reencontrarse, a través de las diferencias, que uno tiene la experiencia de sí, de la propia unicidad. 

Restaurar el intercambio emocional es como meta-comunicar sobre el sentido del estar en relación: cada uno tiene la posibilidad de comprenderse a sí mismo en el vínculo con el otro y puede reconducir y transformar la función del estar juntos. 

Si te digo te amo, no estoy solo expresando un sentimiento hacia ti, estoy también construyendo el amor entre tú y yo. Y si tú me respondes yo también pero tengo miedo, entonces puedo escucharme a mí mismo y responderte que si tú tienes miedo yo también tengo miedo, miedo a perderte. Y si tú me dices que mi miedo a perderte te sofoca y te aleja, entonces tengo una posibilidad más de conocerte y una posibilidad más de reconocer mi mecanismo de apego que poco tiene que ver con el amor entre nosotros. 

Puedo entonces distinguir entre la experiencia de amar y el apego a identificar esa capacidad con amar a alguien, esa necesidad de tener un objeto externo para poder sentir la experiencia del amor; y, además, puedo preguntarme cuál es la diferencia entre amarse a sí mismo y reconocerse, darse valor, y puedo comenzar a pensar que la diferencia entre Yo y Tú no tenga necesariamente la consecuencia de negarme a mi mismo. 

Ciertamente la comprensión no es así de sencilla. 

En la relación de ayuda, la tarea de un tercero (terapeuta) es sostener y guiar a las personas para encontrar la fuerza necesaria para sostener las contradicciones inherentes al alma humana. El reconocimiento de lo que soy y de lo que no soy. La función del terapeuta es hacer emerger de las sombras lo que normalmente no es percibido, lo que está oculto tras la inconsciencia y la necesidad de protegerse del sufrimiento. Y sólo lo puede hacer si se reconoce a sí mismo contradictorio y no le tiene miedo a sus partes ocultas o al dolor de la incompletud. Y si renuncia al orden, a “lo tengo todo claro” para darle valor a la única cosa que nos devuelve la experiencia de existir: compartir con el otro, vivir la experiencia misma de la relación. Se hace figura un sentido fuerte de que lo que nos hace sentir vivos es que estamos en relación, a pesar de nuestros ideales de perfección y felicidad.

Al final, se trata de favorecer el pasaje desde la comunicación al diálogo emocional: compartir aquello que se siente, la escucha del otro, la práctica de la atención y del cuidado auténtico. 

Todo esto pasa por la demolición y reconstrucción de pedazos de historia dentro de un diálogo consigo mismo y con el otro, donde el tercero que ayuda (sea éste un tercero respecto al diálogo interno consigo mismo o un tercero respecto a la pareja) tiene la función de proponer una lógica distinta o, mejor dicho, diferentes interpretaciones y significados de la propia historia. Es como si la luz del sol pudiera volver a brillar después de los eclipses del pasado. Este trabajo de redefinición se transforma entonces en una confrontación interna y personal: ¿puedo quedarme contigo aún si eres tan distinto? ¿Qué sentido puedo dar al estar contigo?, que me has desilusionado en mi omnipotente expectativa de satisfacción?

La tarea del terapeuta es com-prender (entender acogiendo) en el sentido de saber tolerar el dolor de la decepción, la desesperación de la consciencia de que nada del pasado puede ser revivido y cambiado. La vía de salvación es salir de la petrificación ilusoria y disfrutar de ser acompañados en esta pérdida. Porque la expresión del dolor libre de la preocupación, en seguida alucinatoria, de que el otro quede destruido es la única posibilidad de sentirse acompañados en la existencia. Si en la relación de ayuda uno está en grado de ofrecer esta experiencia, el otro sentirá la calidez de comprenderse (el perdón del que hablaba Merini en su poema). Por comprensión entiendo, además, la experiencia de Estar en contacto con las conexiones y relaciones entre los eventos y las personas: com-prender el todo, la manifestación de la existencia más allá de lo aparente. Ofrecer al otro un espacio neutro y seguro donde abrir otros ojos a otra visión. Ofrecer la experiencia del diálogo. 

Si el diálogo se vuelve experiencia del otro y de sí mismo, cambia la distorsión cognitiva en torno a la cual se ha construido la imagen de sí. Se rompe la construcción coherente y lógica que rigidiza la realidad. Se impulsa un cambio del esquema cognitivo y, en consecuencia, un movimiento en la estructura psíquica misma de los individuos. Una integración de partes intrapsíquicas alienadas. 

Y quiero recalcar diálogo emocional. No hablo de comunicación ni sólo de diálogo: en la relación Yo-Tú el diálogo es estar y el diálogo emocional es pertenecerse. 

Un supuesto irrevocable es la escucha del que acoge, el silencio del no juicio, muy distinto del silencio que es negación de mi palabra hacia ti, es decir, de parte de mí, negación de mi intimidad y rechazo de la tuya para no verte distinto de mi ilusión. 

A la escucha acompaña la atención consciente a la expresión del otro, que estimula en el otro la atención a sí mismo y el coraje para enfrentar el impacto de las propias emociones. Solo un sentido de la sacralidad del espacio interno del otro permite el pasaje desde el juicio hacia la expresión de la resonancia emotiva y restituye la dignidad a la experiencia personal, abriendo una posibilidad de observarla y exponerla al otro desnuda, como si se ofreciese al otro solo la propia consciencia. 

La escucha y la observación neutra restituyen la experiencia impagable del sentido de estar simplemente presentes. 

Despojados de expectativas reparadoras y defensivas podemos comenzar a confiar en una relación llena de posibilidades. El diálogo toma las formas de la curiosidad de un niño que explora el mundo en el que vive, donde el placer es nutrición y motivación para continuar explorando. 

El diálogo emocional construye la intimidad, es el hilo que entrelaza y construye las relaciones significativas. 

Entonces, el diálogo recobrado es poesía interpersonal. 

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