Fragmento de texto de Claudio Naranjo en su libro “Cosas que vengo diciendo – Ciencia y conciencia de la conciencia”.

(…)Basta la consideración de los casos de niños criados por animales para convencerse de que surge la conciencia humana en un contexto intersubjetivo, y basta la consideración de cómo la psicoterapia profunda entraña no sólo una diferenciación respecto de los padres sino también la recuperación de los vínculos amorosos con ellos, para concluir que el desarrollo de la conciencia no es asunto que pueda ser separado en la práctica de la re-integración de nuestro yo interpersonal que, a su vez, entraña empatía y perdón hacia aquellos que, por ser las personas más cercanas a nosotros, inevitablemente fueron los transmisores de una patología social y quienes más profundamente nos hirieron. Especialmente característico del proceso terapéutico es el afloramiento a la conciencia y reintegración a la personalidad de lo que podríamos caracterizar como el “progenitor reprimido”, en vista de cómo es habitual que el conflicto entre los padres lleve al niño no sólo a una identificación preferente con uno de sus progenitores, sino a una implicita denigracion y desidentificación respecto del otro; situación que sólo tras una profunda comprensión llega a modificarse.

Aparte de que la evolución de la conciencia individual vaya aparejada a una capacidad de sostener una actitud amorosa y no defensiva ante el dolor y que también entrañe una creciente integración intrapsíquica, nos sugiere la psicoterapia que el progreso de la conciencia va aparejado a una mayor libertad. Basta con que nos percatemos de lo que ocurre en nuestra mente, para que nuestro estado mental se haga menos compulsivo, así como en la experiencia de la meditación, la observación fina de la mente la «vuelve a casa» en cierto modo. Y es inevitable que la mayor conciencia que trae la comunicación del pensamiento espontáneo en la situación psicoanalítica lleve a la persona a discriminar entre sus pensamientos verdaderos y sus pensamientos prestados o postizos, una especie de pensamiento parasítico, del que comienza a liberarse. Y también la vida emocional se hace más libre, a medida que, a través de la toma de conocimiento de sus sentir la persona se va sintiendo más dueña de sentir lo que siente.

Este proceso es bien conocido para los que han trabajado con terapia respiratoria, en vista de la medida en que la respiración refleja la vida emocional: basta con la respiración espontánea consciente para que no sólo la respiración, sino también el estado emocional de la persona, se vayan tranquilizando

Pero lo mismo puede decirse, naturalmente, de toda la vida -y particularmente de la vida de relaciones: la simple toma de conciencia es sanadora y a veces basta con captar uno de nuestros patrones relacionales compulsivos para que comencemos a desidentificarnos de este -recuperando la libertad de actuar en forma creativa y apropiada a las circunstancias, en vez de hacerlo desde la inercia de tempranos condicionamientos obsoletos.

Otro hecho respecto de la conciencia, que se nos hace presente a través de la consideración de la experiencia terapéutica, es su «interdependencia recíproca” respecto del dolor. Es el sufrimiento el que nos ha llevado a defendernos con la inconciencia, y la inconsciencia, a su vez, interfiriendo con la salud de nuestras relaciones y decisiones, nos acarrea sufrimiento.

Es el dolor el origen temporal de nuestra inconsciencia, así como su origen siempre presente; pues persiste el pasado en nuestro presente, y específicamente el dolor del pasado nos hace hipersensibles y disfuncionales ante las dificultades, frustraciones y fricción natural de la vida. Y persiste el pasado en el presente a través de nuestra personalidad, que es algo así como el programa que desarrollamos para no sufrir ante nuestras dificultades.

Así, por ejemplo, el dolor nos enseñó a rehuir o evitar el castigo a través de la inhibición de la propia libertad; y luego la inconsciencia sirve a nuestra cobardía, por el simple hecho de que para seguir dándoles vida en nosotros a los fantasmas amenazantes de los que nos parece indispensable precavernos (para evitar volver a sufrir) es necesario que perdamos contacto con la realidad presente. Además, ayuda la inconsciencia al que ha sucumbido al miedo de ser, a través de un olvido de la plenitud sana y una desconexión del llamado de su ser esencial, inevitablemente amenazante.

Tomemos el caso de un diferente tipo humano: el orgulloso. En este caso, el individuo aprende a seducir para evitar el dolor del desamor, y eso entraña engañar al otro respecto de la propia necesidad de amor que se esconde bajo la máscara del amor desinteresado. ¿Pero cómo podría engañarse la persona sin un sacrificio de su conciencia?

Así como sirve la inconsciencia a los fines de parecer una persona más deseable o a los fines del miedo a intimidar, sirve también a cada una de esas pasiones que la doctrina cristiana llama pecados capitales y que no son otra cosa que una serie de necesidades neuróticas fundamentales.

Están, así, interrelacionadas la inconsciencia y la ira, como se ha sabido desde siempre y la psicoterapia confirma día a día: la conciencia irradia amor y el camino del amor sirve al progreso de nuestra conciencia; la inconsciencia sirve a la ira -famosamente ciega- y la ira es obstáculo a la conciencia espiritual.

Digamos que al centro de nuestra neurosis está el dolor y que el acto más fundamental del ego es uno de defensa a través de la inconsciencia; llámese represión, negación, desconexión o como quiera que la situación haga más pertinente. En cada caso, sin embargo, nuestro intento de no sufrir se nos vuelve una fuente de sufrimiento innecesario renovado. Podríamos incluso decir que la esencia del camino espiritual sea una transformación de nuestra actitud ante el sufrimiento.

Cuando niños, nuestra fragilidad y dependencia respecto de nuestro entorno nos doblegó, y el sufrimiento nos ha dejado en un estado de alarma automática y obsoleta.

Necesitamos aprender, por lo tanto, a relajarnos ante el dolor aceptando la realidad de nuestra experiencia y encontrando la actitud más sana posible frente a lo que nos duele o molesta. Tarde o temprano, descubriremos que tal actitud sana es una actitud amorosa. Pero saberlo no nos ahorra el proceso, pues ello es mucho más fácil de decir que de hacer: nuestro amor es, por lo general, muy delicado y soporta poco las frustraciones. Ser capaces de mantener viva la llama del amor cuando más duele es característico de la compasión que- como hemos visto- es hermana de la sabiduría.

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